Aquí me encontraba yo de nuevo, a los pies del Fortín del Santo Cristo, construido en el Siglo XVI cuando la zona se veía atacada frecuentemente por corsarios norteafricanos de origen musulmán, quienes capturaban a pescadores y pastores que frecuentaban el litoral por aquellas fechas.
Inumerables ataques, invasiones y desembarcos ha vivido. Muchas muertes ha presenciado en su larga vida velando por la seguridad de los habitantes y guardando un preciado tesoro que surge de las mismísimas entrañas de la tierra: una fuente de agua potable.
Paciente observador de nuestra historia, silencioso centinela de la costa. Abandonada a su suerte, curtida por los temporales y el impasible sol se ha convertido en vanos recuerdos de viejas historias y leyendas.
Aquí me encuentro yo de nuevo, dispuesto a librar una batalla más en este campo olvidado. Los fondos de cope son escarpados y hostiles, sembrados de desprendimientos, viejas heridas de su particular e interminable guerra que afronta impávido e imperturbable contra el mar.
Entre las rocas asentadas sobre el sedimento arenoso crece un diverso ecosistema forjado en las más duras condiciones de corrientes y oleaje.
Hoy el mar está sereno y se limita a pasar lo más dignamente posible el temporal de terral que azota estos días la zona.
Me dirijo presto y cauto hacia la base de la montaña para iniciar un recorrido de inspección por la pared. Lentamente voy avanzando abservando los detalles del fondo, su composición y el comportamiento de los pequeños peces que moran por cualquier rincón.
La visibilidad es óptima para mi tipo de pesca, pues es reducida pero perfectamente practicable.
Al llegar a un saliente rocoso decido hacer un acecho por el fondo. Serpenteando entre las rocas me aproximo a la base que en este punto se sitúa sobre los 11m de profundidad cuando, para mi sorpresa, un pequeño mero que me observaba de la sombra de su guarida da un coletazo y se pierde entre las rocas dejando una nube de arena.
Permanezco observando unos segundos la escena mientras toco fondo y me acerco a curiosear la entrada de la cueva. No logro localizar al pequeño serránido pero al girar la cabeza los veo ahí. Nerviosos, inquietos por mi presencia pero a la vez curiosos, se cruzan entre ellos susurrándose cosas al oido. Finalmente desaparecen y subo con suavidad hacia la superficie.
Preparo una nueva bajada, relajo los músculos e intento concentrarme. La incordiosa marejadilla no favorece y me llena el tubo de agua constantemente. Un par de inspiraciones lentas y profundas seguidas de una pequeña apnea para posteriormente soltar el aire despacio me sirven de ayuda para preparar la bajada. Cuando noto las pulsaciones adecuadas inicio el descenso con un suave golpe de riñón. Tras tres o cuatro aleteadas amplias y suaves me dejo caer mientras busco el puesto apropiado conforme se van descubriendo ante mi la silueta de las rocas del fondo.
Llego y me aplaco contra el fondo mientras saco el fusil. Me quedo inmóvil, un manto de bogas me rodea, expectantes, con cierta tensión pasan a un lado y a otro alrededor mío como buscando cobijo o protección. Algo más elevadas un pequeño banco de castañuelas se sitúa a mi derecha mientras entra en escena también unas cuantas obladas procedentes de un gran banco que hay en superficie y que han bajado a inspeccionarme.
Un movimiento extraño por mi derecha me llama la atención y al girar la cabeza observo de nuevo el banco de castañuelas, todo parece en orden, juraría haber visto un reflejo. Al volver la vista al frente dos cabezas de morro blanco y dientes de nácar se dirigen a mi posición y se abren con sendos quiebros, cada uno a un lado. Me han pillado completamente desprevenido y no reacciono. Sigo inmóvil viendo como la silueta de los dentones se va conformando en el límite de la visibilidad. Varios ejemplares de buena talla se deslizan como fantasmas entre las tinieblas de la sombra de Cope. Pasando de un lado a otro, apareciendo de repente y quebrando fuera de tiro prueban la templanza de mis nervios. Yo sigo apostado, inmóvil y notando como la excitación de los dentos va aumentando por momentos. Nerviosos, impacientes, angustiados por la incertidumbre y finalmente histéricos. Un morro blanco sembrado de agudos colmillos, ojos penetrantes con pupilas negras dilatadas sobre fondo amarillo, lomo azul eléctrico, se separa de los demás y se dirige sin titubeos hacia mi.
En un momento de cordura enmedio del frenesí de excitación el dentón cavila y escora a un lado dejándose llevar pero es demasiado tarde para recapacitar y la 7mm ya le ha enfilado y le atraviesa el corazón. Abatido, el dentón se rinde sin luchar más.