Es día 31 de Diciembre y mi casa de la playa está helada. Quiero irme al agua, pero mi cuerpo me pide entrar en calor, al menos, aclimatarme. í¢â‚¬â€œ Está bien, hagamos tiempo-.
Empiezo a levantar persianas., hace un día fantasmagórico: La niebla acaricia un agua sin vida, estática, grisácea. De los barcos amarrados pende sin tensión alguna el cabo que les mantiene firmes. Respiro hondo al ver el horizonte: -Qué día tan bonito, qué suerte tengo-.
El reloj va corriendo la mañana y a las once estoy listo para meter un pie en remojo, cual gato que teme lo líquido. Me pongo el neopreno en la ducha, me seco el pelo ( si, esque estoy muy pijo últimamente) y salgo a puerto. Allí me comentan los marineros que por qué me voy solo., no debería. Y Yo lo se, pero les explico que hoy no hay colega que me acompañe y que el día es precioso; ellos se miran, no lo entienden.
Siempre he sido de los que disfrutan más de un día nublado, cuando el mar tiene esa mezcla de azul y plata, oscuro, inmenso. Me gusta el color de la roca ennegrecida por la humedad y la espuma, me gusta la espuma. Disfruto en el fondo, con buena visibilidad pero pocos contrastes. Y sobre todo me gustan los días como estos, en los que solo te encuentras en la Mar a los verdaderos hombres de Mar.
Al dejar atrás la primera milla es como si abriera la puerta de las nubes. Ya no veo puerto en popa, en mis bandas solo hay bruma y en proa el Mar se confunde con el cielo. Navego tranquilo, a medio gas, el ruido del motor no debe estropear este viaje. A estribor un cormorán aterriza planeando, luego otro y así la manada. El Mar es una piscina y somos cuatro gatos los que nos estamos bañando.
Anclo en la primera zona, esperando ver alguna lubina. El agua está helada y no hay movimiento; toca cambiar.
Busco una alternativa y el ambiente cambia radicalmente. Bancos de dobladas, bogas, chuclás, castañuelashay mucho comezón. Hago la primera picada y un abadejo me da la bienvenida, continuo el acecho y elijo mi próximo puesto.
En la segunda espera, entre dos piedras, comienza el pescaito a volverse loco. A ritmo lento se van abriendo, muy lento, y a lo lejos dos pequeñas sombras, que van a umentando su tamaño y nitidez conforme se acercan. Dos lubinas me están enfilando. Dejo pasar la primera y aprieto el gatillo con la segunda. Un tiro a placer de adelante a atrás. Un lance muy largo, disfrutando de la entrada del bicho. Magnífico.
En la última espera antes de decidir abandonar el día he visto unos reflejos lilas a mi espalda. Un banco de dentones adolescentes rondan la arena. Subo tranquilo, sin apurar la apnea y sin hacerles caso. Preparo la bajada siguiente. Caigo enfilando la arena, en la última piedra capaz de darme cobijo me refugio, y espero. El resultado no es el esperado, pero al menos dos ejemplares han abandonado el banco y vienen a mi encuentro, decididos, sin prisa, pero muy decididos. Dejo al primero y me centro en el segundo. Me viene encarado y a dos metros del fusil me da su perfil, repentino. Disparo algo bajo y le doy carrete hasta que se encova. En superficie distingo la piedra por la polvareda que hay encima. Al recuperarlo me doy cuenta de que una morena lo está observando, con la boca abierta. Joder, debo reconocer que me costó meter la mano en la laja. Al quitarle semejante bocado ella explotó (supongo que asustada por la reacción del dentón) y la perdí en el polvo.
Ya a bordo volví a respirar hondo, el Sol acabó saliendo y disipando la niebla. Pero el Mar seguía sin vida propia, ni una mueca, ni una onda. Ahora solo pensaba en la mesa y en los amigos, en estar el resto de día y noche con mi gente. Y en la cocina, también en la cocina.
Un abrazo