Es lo que hay. Catorce horas de vuelo hasta llegar a Panamá, y la bolsa con los fusiles de pesca no ha llegado. Claro, como fue necesario embarcarla por otra puerta, por su tamaño íƒÆ’í‚¢íƒÂ¢í¢â‚¬Å¡í‚¬íƒâ€¦í¢â‚¬Å“especialíƒÆ’í‚¢íƒÂ¢í¢â‚¬Å¡í‚¬íƒâ€ší‚Â, es posible que se haya producido algún problema, dice el tipo de Air Madrid allí. No queráis ver la cara de incrédulos, resignados y cabreados íƒÆ’í‚¢íƒÂ¢í¢â‚¬Å¡í‚¬íƒÂ¢í¢â€šÂ¬í…“todo a la vez-, que se nos pone a un italiano, que también embarcó sus cañas y fusiles por la maldita puerta 208 de Barajas, y a nosotros. Estamos en uno de los paraísos de la pesca y vamos a tener que tratar de atrapar los peces a mordiscos.
Al día siguiente, volamos hacia el archipiélago de San Blas, comarca de los indios kunas. La isla a la que nos dirigimos tiene cuatro cabañas de madera y cañas al borde del mar, controladas por Ausberto, el íƒÆ’í‚¢íƒÂ¢í¢â‚¬Å¡í‚¬íƒâ€¦í¢â‚¬Å“dueñoíƒÆ’í‚¢íƒÂ¢í¢â‚¬Å¡í‚¬íƒâ€ší‚ de la isla. Suelo de tierra, un palo colgado de dos cuerdas como armario, y una cama aceptablemente confortable. No hay luz eléctrica y una quinta cabaña, algo apartada, sirve como baño. Hay que rellenar la cisterna del retrete con cubos, pero es una comodidad tenerlo. Sobre todo si consideramos que, en el suelo, una inscripción en el cemento recuerda la fecha de construcción: Septiembre de 2005. Hace sólo tres meses no habríamos podido ir a la isla, porque se abrió para el turismo entonces.
Busco desesperado a algún pescador local, y nos remiten a Ambrosio. Para nuestra fortuna, habla español. No mucho, pero nos entendemos. Al fin y al cabo, tenemos hijos adolescentes y no es muy diferente que intentar comunicarse con ellos, según el interés que tengan. Ambrosio me ofrece su herramienta de pesca. Su arpón, dice. Se me ponen los ojos a cuadros. Y a mis amigos. Y a mis hijos. Es una vara recta de madera -que no flota-, de metro y medio de larga, con una varilla metálica de unos veinte centímetros -bastante roma- en un extremo, y una cuerda roja a la que han atado una goma quirúrgica en el otro. Nos explica cómo se usa: se introduce el pulgar por la anilla de goma, y se desliza la mano a lo largo de la vara de madera hasta conseguir la tensión deseada, se abraza la vara y se suelta cuando tienes el pez a tiro. A los chicos les hace gracia. Les mola mucho. A mí se me llevan los demonios, pero no estoy dispuesto a dejar de intentarlo.
El mar es un espectáculo de azules y esmeraldas, el borde del agua está a seis metros mal contados de la puerta de las cabañas, y la temperatura del agua es como para echarse a llorar. Sencillamente perfecta. Sobre todo si acabas de salir de La Coruña, y del neopreno de 7 mm y las tiritonas. íƒÆ’í¢â‚¬Å¡íƒâ€š¿Quién no lo intentaría?
No ha pasado ni una hora, y ya estamos en el agua. Intentamos llevar el arma íƒÆ’í‚¢íƒÂ¢í¢â‚¬Å¡í‚¬íƒâ€¦í¢â‚¬Å“cargadaíƒÆ’í‚¢íƒÂ¢í¢â‚¬Å¡í‚¬íƒâ€ší‚ y al cabo de unos minutos, el dolor en el pulgar nos hace ver que es más lógico tensar la goma sólo cuando nos dispongamos a disparar. Si haces mucha fuerza, la mano se va quedando poco a poco sin sensibilidad y la vara se resbala de entre los dedos, destensando la goma. Mejor, vamos a dejar pescar a Ambrosio.
Ver a Ambrosio en el agua es un espectáculo. Gafas redondas y compensación automática. Aletas amarillas de piscina. La vara en la mano. Carga al bajar, sobre los peces, a los que acorrala contra el coral. Dispara y carga de nuevo si ha fallado, para repetir el disparo. Lo más sorprendente es su forma de pescar: persigue a lo peces, en lugar de esperarlos. Se mueve muy rápido, tanto en superficie como bajo el agua. Encadena apneas cortas con recuperaciones cortas, pero muy activas. No quiero ni imaginármelo jugando jockey subacuático. Nos mataría a todos. Es cierto que ataca peces de entre quince y veinte centímetros, pero es todo lo que necesita para comer. Me cuenta que algunas veces sale a pescar barracudas. No sé si me está tomando el pelo, o tiene un fusil de verdad que no me ha enseñado. Después de casi hora y media en el agua íƒÆ’í‚¢íƒÂ¢í¢â‚¬Å¡í‚¬íƒÂ¢í¢â€šÂ¬í…“sin traje, que maldita la falta que hace excepto para protegerte del roce con los corales-, subimos a la barca. Ha logrado pescar media docena de peces, que luego desmigarán para mezclarlos con otras viandas. Atrapó un pequeño calamar, que arroja por la borda. Sólo es bueno para cebo, nos dice. Rebelión a bordo. íƒÆ’í¢â‚¬Å¡íƒâ€š¡A la plancha! íƒÆ’í¢â‚¬Å¡íƒâ€š¡Con arroz, en su tinta! Se nos agolpan las sugerencias, así que quedamos en enseñarles a prepararlos cuando tengan más.
Más tarde, después de varios intentos infructuosos íƒÆ’í‚¢íƒÂ¢í¢â‚¬Å¡í‚¬íƒÂ¢í¢â€šÂ¬í…“clavo algún pez, pero al no tener aletilla en la varilla y no dominar la técnica, se sueltan-, logro que un pez loro se acerque y lo ensarto. Sorpresa. Lo dejé seco, así que no se me escapa, y regreso a tierra orgulloso de mi trofeo. Tal vez sea el primer español que ha logrado una presa con este arma. Es mayor que los que suele pescar Ambrosio. Me hago fotos y recibo enhorabuenas. íƒÆ’í¢â‚¬Å¡íƒâ€š¡Cómo cambian las cosas! En casa, ni se me habría ocurrido dispararle. De enseñarlo en público, ya ni hablamos. Habría sido el cachondeo padre.
Al atardecer, salimos de nuevo. Gonzalo tiene problemas para compensar, así que me quedo yo con el arma mortal. En la caída del arrecife distingo un banco de peces pequeños muy activos. Qué narices íƒÆ’í‚¢íƒÂ¢í¢â‚¬Å¡í‚¬íƒÂ¢í¢â€šÂ¬í…“me digo- un buen sitio es un buen sitio en cualquier mar. Me ventilo y desciendo con cuidado, tensando la goma. Elijo el sitio e inicio una espera. Pronto acuden unos cuantos peces de tamaño mediano y, tras ellos, una gran silueta clara. Seis metros. No sé lo que es, pero se me disparan todos los instintos de caza. Tres metros. Sigo esperando y íƒÆ’í‚¢íƒÂ¢í¢â‚¬Å¡í‚¬íƒÂ¢í¢â€šÂ¬í…“con la confianza de depredador- se planta frente a mí. Ancho. Cabeza poderosa con dientes notables. Un metro. Puedo hasta contarlos. No sé calcular bien, pero desde luego, más de diez kilos. Tal vez quince. Un pargo rojo, me dirá luego Ambrosio cuando se lo describa. Y yo armado con el palito con punta de la señorita Pepis. Nos miramos y disfruto el momento. Tampoco tengo otras opciones. Se aleja con un coletazo seco que espanta a toda la morralla que nos rodeaba. Asciendo y grito con todas mis fuerza. íƒÆ’í¢â‚¬Å¡íƒâ€š¡Mierda! íƒÆ’í¢â‚¬Å¡íƒâ€š¡Mierda! íƒÆ’í¢â‚¬Å¡íƒâ€š¡Mierda!. Bueno, tampoco es para cogerse una depresión, me digo. Bien pensado, la verdad es que ha sido un placer. Ya se sabe, el que no se consuela, es porque no quiere.